martes, 17 de abril de 2012

Mi abuelo

-Cuídanos y protégenos Dios mío, por amor, por siempre. 
Cuídanos y protégenos Dios mío, por amor, por siempre. 
Cuídanos y protégenos Dios mío por amor por siempre...- 
balbuceaba una voz poco antes del atardecer.

Supongo a nadie le queda bien eso de estar medio muerto... no muerto, sólo medio muerto... ese momento interminable que puede durar semanas... días... segundos... Años en ausencias sucesivas adheridas al inmenso desgano, a la total insensatez... o a un sencillo devenir de la muerte.
"Qué feo es ver morir a tus padres" dijo ese día por la tarde mi madre. Si era verdad o mentira no podía yo saberlo, yo sólo sabía que no estaba lista aún para verlo partir. Siempre creí que me enseñaría algo, no sabía qué pero seguro había en él algo interesante, de ese tipo de cosas que uno espera aprender algún día pero nunca se da el tiempo para preguntar los cómos.
Eran los primeros días de febrero, los vientos estaban tan rabiosos como suelen estarlo en esa época del año; los atardeceres aún fríos pero con mucha, mucha presencia de naranjos rayos. En ese mes mi primer padre habría de morir, sí, sin más ni más habría de dejar de maldecir su existencia y quedaría perplejo en el último abrazo de infinito amor con su hijo menor, su más amado amigo.
Hubo una tarde en aquel mes, una tarde en que estuve con él y sus últimas agonías pero si he de ser sincera, esas son las horas que más desearía olvidar. Si he de hablar verdades, tendría que decir que el miedo me invadió desde los huesos, que no pude moverme ni tocarlo, que no calmé mis las lágrimas ni las oraciones dejaron de fluir en vano. Tenía a mi padre frente a mí tirado, sufriente, delirante y mi corazón no hacía más que llorar muertes.
Heme aquí culpable de haber contaminado con tristezas su lecho de muerte.